2012

NACIÓ EN MECHITA, UN PUEBLO PERDIDO EN LA LLANURA PAMPEANA. DESDE HACE DÉCADAS, MUESTRA SUS OBRAS EN LOS ESPACIOS MÁS IMPORTANTES DEL PAÍS Y SE DESEMPEÑA COMO DOCENTE. “SI SOS SINCERO, TU SER APARECE EN CUALQUIER OBRA DE ARTE”, DICE. ESTE MES, EXHIBE SU TRABAJO EN EL ESPACIO ARTE AMERICAN EXPRESS.

Martes, 9 de la mañana. Un taller de paredes, bibliotecas, mesas y sillas blancas. El artista está vestido de negro. En la habitación hay una pared repleta de películas de cine de autor y una computadora en la que Juan Doffo muestra algunas de sus obras. Narra lo que hizo, lo que se ve en la pintura y lo que quiso contar. En una de ellas, las raíces de un árbol nacen del cielo y cuelgan sobre un pequeño pueblo. Ese pueblo podría estar ubicado en la provincia de Buenos Aires y llamarse Mechita. Allí es donde Doffo, a los 10 años, fue hechizado por los encantos de la historieta. “Cuando era chico, no tenía televisión ni libros. La historieta era un mundo que me permitía unir la literatura con la imagen”, cuenta. Así, empezó a estudiar dibujo por correspondencia, en la Escuela Panamericana de Arte de Buenos Aires, donde profesores como Alberta Breccia o Hugo Pratt corregían sus lecciones. Desde chico también se sintió influenciado por el espectáculo de la naturaleza de la llanura pampeana, elemento en el que basa la mayor parte de su obra.
Doffo llegó a Buenos Aires después de hacer el servicio militar y continuó sus estudios en Bellas Artes. Al mismo tiempo, para solventar sus gastos, trabajaba en la fábrica de autos Renault. Con apenas 20 años, ganó importantes premios que le permitieron viajar por Europa y Estados Unidos durante un año. “Allí conocí en persona a los grandes maestros contemporáneos y del pasado. Además, pude escapar de la dictadura y ver lo que acá estaba prohibido. Y no me convertí en un perverso”, afirma entre risas.
Doffo confiesa que en ese viaje solitario se encontró con él mismo y que tuvo ganas de quedarse a vivir en Europa. Sin embargo, cuando regresó a Buenos Aires, sintió que éste era su lugar y un nuevo desafío se sumó a su carrera: la docencia. El taller comenzó con seis alumnos y hoy es uno de los más numerosos de Buenos Aires. Admiradores de su obra fueron quienes le dieron la idea porque querían aprender de él, pero Doffo asegura que el trabajo con sus alumnos es de igual a igual, que el enriquecimiento es mutuo.

¿Cuándo te sentiste artista por primera vez?
El día en que viajé en avión y, por primera vez, puse que era artista plástico en el formulario de migraciones, en lugar de poner que era estudiante o profesor. De todas maneras, “artista” es una palabra muy grande. Una cosa es ser pintor, cantante o bailarín y otra cosa es ser artista. El gran fantasma de los artistas de cualquier disciplina es quedarse sin ideas o no ser capaces de revestir esas nuevas ideas que aparecen. Por eso, la vanidad y la soberbia me parecen infantiles. Aunque llegues a ser presidente de un país, en realidad no sos nada, porque la batalla siempre es con uno mismo y no con el afuera.

¿Quiénes son tus referentes?
¡Hace unos años tenía 150 referentes y hoy deben ser más! La identidad no es algo puro, sino que se va construyendo. De joven era fanático de la obra de Paul Klee por su espiritualidad, pero después me influenciaron artistas como Enrique Policastro, que trabajó mucho sobre La Pampa desde el sentimiento. Más tarde, sentí afinidad con el artista Bill Viola, pionero de la videoinstalación, que trabaja con preguntas sobre la vida, la muerte y lo efímero del ser humano. De la literatura, me influenció el absurdo de la obra de Franz Kafka y la cuestión circular y metafísica de [Jorge Luis] Borges. También me interesa mucho el cine de autor europeo y asiático. La cuestión es que no podemos ver afuera lo que no tenemos dentro. Cuando te impacta una persona o un artista, es porque hay algo en común, algo que está dentro de uno.

EL CIELO Y EL INFIERNO

Martes, 11 de la mañana. Doffo dice que no tiene una rutina de trabajo, aunque le gustan más las mañanas. Reparte sus momentos creativos entre su taller en Palermo y su casa en Mechita, donde organiza bocetos y realiza pequeños estudios de pintura. Pero Doffo no sólo pinta y dibuja, sino que también usa la fotografía como soporte para sus obras. Cuando llegó a Buenos Aires, se compró una cámara de fotos para documentar paisajes, pero más tarde empezó a registrar vivencias y la fotografía adquirió autonomía. Doffo llama a su trabajo “fotoperfomance” porque busca locaciones, dirige gente y arma producciones en Mechita.



¿En nuestro país existe un mercado del arte?
Hay muchos artistas jóvenes interesantes, pero no hay un mercado argentino del arte. Los artistas que realmente tienen éxito, lo encuentran en galerías del extranjero. También depende del trabajo que haga cada país por consolidar lo cultural. Por ejemplo, Brasil tiene la famosa Bienal de San Pablo. Aunque trabaja a pérdida, sirvió para que Brasil dejara de ser un país bananero para ser un país de la cultura. En cambio, en Argentina el artista debe hacer un esfuerzo individual. Por eso no hay un mercado de ventas consolidado.

Una vez dijiste: “Ser artista es como tirarse desde un trampolín a una pileta sin saber si hay agua o no”. ¿Seguís pensando lo mismo?
Sí, porque en otras profesiones hay un escalafón previsible, donde podés empezar como asistente y llegar a ser supervisor o gerente. En cambio, en el arte hay gente que se mata trabajando toda la vida y no consigue nada, y otros que tienen éxito desde muy jóvenes. Igual, creo que la profesión se puede elegir, pero la vocación es la que te elige a vos y eso es maravilloso. De una profesión podés tomarte vacaciones, pero de la vocación no descansás nunca: caminas por la calle o haces el amor y, mientras tanto, sentís imágenes, creás.

Hoy en día, se hace difícil reconocer qué es arte y qué no lo es.
Es cierto que los límites se corrieron de forma asombrosa y hay más de ingenio que de genio. El arte siempre fue una cuestión de conceptos y de encontrar formas visuales para revestir esos conceptos. Hoy, la parte teórica es más importante que la visual y, muchas veces, la obra sólo se entiende si leés un texto que la acompaña. El arte debería hacernos reflexionar, pero el peligro es que hoy se lo usa para entretener. El marketing y el circuito crítico también tienen mucho peso, porque a veces se casan con ideas contemporáneas y buscan artistas que respondan a eso, o los fabrican. Igual, prefiero esta época porque antes el arte consistía en una belleza normativa que tenía pautas claras para pintar. A veces, no se requiere tanto oficio, sino que se debe poner lo que tenés dentro tuyo. 

Entonces, el arte es lo que somos, lo que nos pasa.
Si sos sincero, tu ser aparece en cualquier obra de arte. [Antoni] Tàpies decía que no alcanza con saber quién hizo la obra, sino que también es importante saber de qué país es el artista, su ideología política y sus creencias religiosas. Yo soy bruto y refinado a la vez, por eso mi obra es un diálogo entre el gaucho y el intelectual de Buenos Aires. En ella aparece lo campesino, lo romántico y lo cerebral. Algunos de mis alumnos son hijos de desaparecidos y esa marca biográfica hace que jamás puedan pintar un gladiolo o una margarita sin dolor. El docente tiene que tener la afectividad necesaria para entender quién es cada uno. En la docencia, una palabra mal dicha puede destruir a una persona. Y una palabra bien dicha, puede enriquecerla.

¿Es posible enseñar a ser artista?
El docente puede sacar lo mejor que tiene cada uno. Es como una especie de espejo donde dejás que el otro muestre lo que tiene dentro. A veces, el alumno viene a encontrar el aval del profesor para permitirse hacer lo que tiene ganas. La metodología difiere totalmente de un alumno a otro porque cada uno necesita cosas distintas. Aunque en mi taller pocas veces pintamos una naturaleza muerta y nada más. No pintamos lo que vemos, sino lo que sentimos. Por eso, al finalizar el año, hago una muestra y hablo de lo que cada alumno buscó desde la narrativa o las ideas, y no sólo desde lo plástico.



¿Por qué elegís a tu pueblo como protagonista?
La llanura pampeana tiene una cosa muy metafísica e incluso trágica: se siente el olor a tierra mojada mucho antes de que llegue la lluvia, se ve el arco iris todo el tiempo y el horizonte está siempre en la mitad de los ojos. La soledad de ese paisaje me fascina porque dice muchas cosas. En cambio, los paisajes de Bariloche o de Río de Janeiro, por ejemplo, están tan cargados que no te dejan meterte en él. Cuando no hay nada, a la vez está todo y es uno mismo el que proyecta cosas. Trabajo con el paisaje de mi pueblo, pero a través de él hablo de filosofía, de política, de sexualidad o de psicología. Mi obra es una fusión entre naturaleza y cultura.

¿Te sentís cerca del arte conceptual?
El arte conceptual puro es más distante y se reflexiona casi sin imagen. En mi caso, el fetiche de la imagen es lo que me gusta y lo que acerca al espectador. Mis obras fotográficas también tienen una cualidad pictoricista muy fuerte. No me interesa una obra puramente conceptual ni puramente hedonista, pero toda obra tiene que tener un concepto para que no sea sólo un divertimento formal.

¿Y del “land art”?
El “land art” es uno de lo movimientos que más me interesó. Lo que hago tiene mucho que ver con esa corriente porque trabajo in situ, en la tierra, y modifico el paisaje, por ejemplo, con un árbol incendiado o con personas.

El fuego aparece de forma recurrente en tu trabajo.
Sí, porque de los cuatro elementos (aire, tierra, agua y fuego) es la sustancia más extraña. Es la que construye y destruye. Si no hay fuego, no hay vida, no podés amar y no podés crear. Cuando era chico, quemaba campos. Llegué a incendiar una vía de ferrocarril, porque me gustaba ver ese espectáculo. Con los años, la imagen del horizonte incendiado apareció en mis obras. ¡Además, mi pueblo se llama Mechita!

Con tu arte te hacés muchas preguntas. ¿Encontrás las respuestas?
La filosofía es una forma de acercarte a las respuestas, pero no te las va a dar nunca. Me gusta preguntarme cosas y me río de mí mismo porque sé que no hay respuestas, sino más preguntas.

Y después de tanta reflexión metafísica, ¿en qué creés?
Soy un místico agnóstico. Me gusta no haber sido criado en ninguna religión porque eso me dio libertad de pensamiento. Se supone que éste es un país cristiano, pero el cristianismo no me cierra por ningún lado. Creo que, como decía Borges, la Biblia es un hermoso libro de literatura fantástica. Por eso, leí todo tipo de religiones comparadas. Siempre me dio mucha piedad la existencia humana, porque tenemos la necesidad de aferrarnos a alguna creencia para justificar la nada que somos. Respeto a la gente que tiene fe, pero creo que la vida es lo que brindamos a los demás y “Dios” es lo que se usa como muletilla ante el misterio. De todos modos, tengo un Dios preferido: Quetzalcóatl, una víbora que tiene plumas y puede volar. Eso
somos nosotros: a veces, una basura; otras veces, ángeles.

Casi siempre titulás tus obras con palabras muy intangibles, como “sueño”, “olvido”, “pasión”. ¿Por qué?
Es cierto. Lo hago porque pienso que hasta las cosas más sólidas son pura ilusión. Estoy seguro
de que un minuto antes de morir, si estamos lúcidos, vamos a sentir que todo lo que vivimos fue una gran fantasía. A veces, lo más concreto parece una fantasía, como puede suceder en el velorio de un ser querido. En otras ocasiones, la fantasía se convierte en realidad, como sucede al construir iglesias o templos a partir de un mito. Mi obra tiene que ver con la poética de lo surreal; no puedo evitarlo. Soy soñador y realista a la vez.

Hay quienes dicen que el arte es estar un rato en el paraíso. ¿Estás de acuerdo?
Es estar en el paraíso o en el infierno, porque el arte se gesta en los momentos de felicidad y también en los momentos de angustia y dolor. Otra frase dice que el arte es la presencia de algo ausente. La creación siempre es dolorosa, pero la diferencia es que te alivia. Cuando Kafka escribió La metamorfosis, se sentía una cucaracha, pero al escribirlo, seguramente, se reía de sí mismo.

Fotos: Florencia Cosin