Hace seis años, llevé al taller de escritura literaria de Virginia Cosin un texto que narraba la Nochebuena de una familia en los `80. En los siguientes escritos los personajes comenzaron a repetirse y la protagonista parecía ser siempre la misma. Sin darme cuenta se estaba gestando una novela. Después de horas en trance frente a la computadora sin dejar de escribir, de algunas otras intentando vencer la hoja en blanco, de lograr encontrar mi propia voz, de reescrituras de reescrituras y de enfrentarme con mis recuerdos (o la construcción/ficcionalización de los que creo mis recuerdos), hoy está próxima a publicarse. Aquí, dos de sus capítulos.

Cuando volvía de bailar, escribía. Todas las noches escribía a máquina, desde que papá me regaló una para mi cumpleaños. En el colegio tenía mecanografía y lo convencí diciéndole que nos mandaban tareas muy largas y difíciles. En realidad la quería porque en la serie de Superman que veía, Luisa Lane tenía una. Mi máquina era verde agua y podía escribir en tinta negra o roja. Yo quería usar todos los dedos, así que me forzaba a poner cada uno sobre la tecla correspondiente, como nos habían enseñado, y a no levantarlos. Lo que más me gustaba era el ruido de cada letra impactando en el papel. En casa se quejaban de que no podían dormir o que Belén y Julieta no podían concentrarse para hacer su tarea. Cuando me decían eso, apretaba las teclas con más fuerza y más rápido, una tras otra. Quizá escribía renglones llenos de letras sin sentido o apretaba siempre la misma tecla, solo para molestarlos.
En séptimo grado mamá no me dejó ir al campamento que organizaba el colegio para despedir el año. Esa semana lloré todos los días y la pasé sola en el aula con Cialella, un pibe que si le hablabas no te contestaba, sólo movía la cabeza. Un tiempo más tarde, mamá no quería que fuera a bailar a la matiné. Las chicas iban desde primer año, pero para ella esas cosas todavía no eran necesarias. Cuando por fin me dejó, un mes después, las chicas pasaron de la matiné de Pachá a las noches de Scape, y yo con ellas. Mamá no pudo decir nada. Hasta que, a fines de la secundaria, me prohibió que viajara a Bariloche. ¿Cómo iba a decirle a mis amigas que no me dejaban viajar, si encima yo era la más grande? De todas las cosas que mamá no me dejaba hacer, esa era la más humillante...
La abuela no se acordaba dónde estaban las cosas del pesebre. Mamá terminó de armarle el árbol y la ayudó a buscar. Revolvieron en los placares y en los cajones. La abuela decía que seguro se lo había robado la chica que la cuidaba, porque su pesebre era muy completo y lo debería querer para su árbol. Desde que había tenido el ACV, pasaron más de veinte chicas a cuidarla. En general, no duraban más de un mes. Según la abuela, una le había robado unos platos y unos vasos, otra un pañuelo que usaba para el cuello, otra la plancha y la de ahora, el pesebre. La peor fue la que se hacía la dormida en el comedor mientras la abuela la llamaba desde el cuarto. Era difícil comprobarlo, pero esa vez sí le creí a la abuela. A veces, yo también me hacía la dormida para que no me hablara más.
Mamá ya no sabía dónde buscar. La abuela empezó a putear en italiano. Siempre decía algo con Troya. Cuando era chica pensaba que era algo de historia y le prestaba atención. Me la quedaba mirando fijo mientras iba y venía por todo el comedor, a ver si entendía algo. Después me di cuenta de que Troya servía para putear y que la abuela de la guerra no sabía nada.
La pava en la cocina avisaba que el agua para el té estaba lista. Le dije a la abuela que no quería tomar nada, pero en cinco minutos iba a tener el té arriba de la mesa. Prendí el televisor para pasar el tiempo. Su antena solo agarraba los canales de aire con rayas y con ruido. La abuela siempre lo tenía sintonizado en el canal siete, el estatal. En las vísperas de Navidad pasaban misas, discursos del Papa y a los curas dando un saludo...