La abuela no se acordaba dónde estaban las cosas del pesebre. Mamá terminó de armarle el árbol y la ayudó a buscar. Revolvieron en los placares y en los cajones. La abuela decía que seguro se lo había robado la chica que la cuidaba, porque su pesebre era muy completo y lo debería querer para su árbol. Desde que había tenido el ACV, pasaron más de veinte chicas a cuidarla. En general, no duraban más de un mes. Según la abuela, una le había robado unos platos y unos vasos, otra un pañuelo que usaba para el cuello, otra la plancha y la de ahora, el pesebre. La peor fue la que se hacía la dormida en el comedor mientras la abuela la llamaba desde el cuarto. Era difícil comprobarlo, pero esa vez sí le creí a la abuela. A veces, yo también me hacía la dormida para que no me hablara más.

         Mamá ya no sabía dónde buscar. La abuela empezó a putear en italiano. Siempre decía algo con Troya. Cuando era chica pensaba que era algo de historia y le prestaba atención. Me la quedaba mirando fijo mientras iba y venía por todo el comedor, a ver si entendía algo. Después me di cuenta de que Troya servía para putear y que la abuela de la guerra no sabía nada.

         La pava en la cocina avisaba que el agua para el té estaba lista. Le dije a la abuela que no quería tomar nada, pero en cinco minutos iba a tener el té arriba de la mesa. Prendí el televisor para pasar el tiempo. Su antena solo agarraba los canales de aire con rayas y con ruido. La abuela siempre lo tenía sintonizado en el canal siete, el estatal. En las vísperas de Navidad pasaban misas, discursos del Papa y a los curas dando un saludo.

       Aunque eso de los saludos de los curas lo estaba viendo en todos los canales. En la propaganda aparecía un cura sentado en una silla. Al lado tenía una mesa y sobre ella un niño Jesús gigante en una cuna. La cámara hacía un primer plano. El niño Jesús tenía las manos y los pies hacia arriba y una aureola dorada sobre la cabeza. Se parecía a los bebotes de Yolibel. Me causaba impresión. Volvía a abrirse la cámara: el cura miraba fijo y hablaba con voz pausada. “En esta Navidad recibamos en nuestros hogares al niño Jesús recién nacido. El niño Jesús que después nos salvará”.

        Olor a limón. La abuela le había puesto limón al té. ¡Odiaba el limón, menos el Gancia con limón! Mamá seguía buscando el pesebre. Se subió a una silla, se puso en puntas de pie y estiró la mano adentro del placard lo más que pudo. La abuela le dijo que desordenó todo y siguió puteando. Cambié de canal. En Telefe estaban dando una película de Papá Noel que ya había visto. Todos pensaban que un viejo loco se creía Papá Noel. Resulta que el viejo sí era Papá Noel y el día de Navidad todo Estados Unidos terminaba creyendo en él otra vez. En canal Trece había una de dos mujeres que intercambiaban sus casas en la época de Navidad. También la había visto. Sus vidas eran un desastre, pero para Nochebuena ya habían conseguido novio, compromiso y eran felices otra vez. Me acordaba el final: festejaban todos juntos en una casa con la chimenea encendida, vino y dulces. La cámara se alejaba y enfoca la ventana mientras caía nieve de forma perfecta.

           La abuela fue a la cocina. Corrí hasta el baño haciendo equilibrio con la taza en la mano y tiré el té por el inodoro. Mamá había sacado del placard una pila de revistas y papeles. Me senté en el sillón con la pila arriba de mis piernas. Eran todas revistas de Pompeya, de la Virgen de Pompeya, la iglesia donde me habían bautizado. La abuela se había suscripto hacía muchos años y todos los meses le llegaba la revista a su casa. Adentro de las revistas había algunas estampitas y folletos con olor a imprenta. Me quedé mirando un folleto blanco con tinta azul sobre San Expedito.

           La abuela me había regaló estampitas de miles de santos, pero nunca de San Expedito. Lo conocí por una amiga. En unas vacaciones juntas en Villa Gesell, Carla había llevado la estampita de San Expedito. Me contó que era el santo para los pedidos urgentes y que te los cumplía rapidísimo. Me pareció raro, porque ella no era católica, decía que no creía. Esa tarde en Gesell, el día estaba nublado y llovía. Carla sacó la estampita de su billetera, le pidió a San Expedito que saliera el sol y rezó la oración que figuraba atrás. En media hora dejó de llover, el cielo se puso celeste y nos fuimos a la playa. Creer o reventar.

            Desde ese día le presté más atención a San Expedito. Más bien, me volví devota, un poco fanática. En el folleto decía que él era un soldado romano que recorría los pueblos exigiendo el pago de impuestos y que, seguramente, perseguía a los cristianos. Parece que no sabían la historia exacta, aunque sonaba lógica.

          "San Expedito habrá escuchado el anuncio de la buena noticia del amor universal y del perdón de los enemigos y habrá quedado entusiasmado con el mensaje de Jesús. Pero como soldado romano estaba comprometido con el poder imperante y acostumbrado a un estilo de vida corrupto y violento. Él dejaba para más adelante su adhesión a Cristo. Fue entonces que se le apareció el espíritu del mal en forma de cuervo que le gritaba cras, cras, cras, que en latín significa mañana, mañana, mañana. “¡Esta decisión déjala para mañana! ¡No tengas apuro! ¡Espera para tu conversión!" Pero San Expedito pisoteando al cuervo gritó: "¡Hoy! ¡Nada de postergaciones!”.

           Todos los diecinueve de abril eran su día. Ese año había ido a la iglesia principal (porque cada santo tiene una) por Bartolomé Mitre, en plano barrio de Once. Papá no quiso llevarme. Siempre teníamos la misma discusión: él decía que me convenía ir a San Cayetano, por el trabajo. Yo le contestaba que San Expedito era para todo, pero no se convencía. Así que fui con mamá. Llegamos a las cinco de la tarde y había diez cuadras de cola que rodeaban toda la iglesia. En la calle principal habían armado una feria con puestos que vendían cosas de San Expedito. Llaveros, pulseras, collares, rosarios, almanaques, posters, velas, flores, espigas (porque San Expedito tenía una en la mano), estampitas y estatuas de todos los tamaños, llamadores de puerta, imanes para la heladera y hasta unos cubos de plástico con la imagen del santo adentro que se prendían y tenían luces. Parecía un recital de San Expedito. Si miraba de lejos un puesto sólo veía una mezcla de rojo y verde, los colores del santo. Algunos también vendían estatuas de la Vírgen y de angelitos parecidos a los que se usaban en tortas para cumpleaños o de souvenir en los bautismos. Todo costaba más de quince pesos. La gente compraba lo que veía y a los que pedían limosna sólo le dejaban unas monedas.

          Cuando logramos llegar a la entrada principal, un cura iba a leer la Biblia y a bendecir objetos sobre un escenario que habían armado en la calle con parlantes gigantes. Nos metimos entre la gente y esperamos. El cura hablaba por celular y se paseaba sobre el escenario. Cuando terminó, se acercó al micrófono. Primero agradeció al Gobierno de la Ciudad por haber cortado las calles y haberles armado tan lindo escenario, y agregó que teníamos que apoyar al Papa y a la Iglesia en los momentos tan difíciles que estaban pasando y las cosas horribles que se decían de ellos. Empezó a leer la Biblia y de repente se trabó. Repitió una oración dos veces y no le salía la que seguía. Inventó un párrafo del evangelio. Me di cuenta. Después dijo que como todos éramos unos pecadores y vivíamos en este mundo pecador no podíamos amar como Dios nos ama, porque es el amor más puro. No entendí el mensaje. El cura tuvo que acelerar la bendición de los objetos, porque se acercaba la caravana con la peregrinación. Mamá sacó una pulserita que había comprado. Toda la gente levantaba las manos y dejaba algo colgando en el aire. La señora que estaba adelante mío tenía un poster gigante de San Expedito. Lo levantaba y trataba de hacer equilibrio. El cura tiró un poco de agua bendita, rezó un Avemaría y empezó a gritar: “¡Viva la Iglesia, viva la Virgen, viva San Expedito!” La gente repetía cada viva.

           La procesión que había recorrido todo el barrio con la figura de San Expedito a cuestas se acercaba, y mamá y yo quedamos en segunda fila. Mamá sacó una carilina de la cartera. Me dijo que tenía que tocar al santo con eso, porque así quedaba impregnado en la carilina y lo teníamos con nosotros siempre. En realidad quería un pañuelo, pero no encontró. Dijo que la carilina era mejor, así después anotaba con lapicera “San Expedito”. Se lo había enseñado la abuela. Cuando la estatua se acercó, estiré mi mano con la carilina. Apenas la apoyé, una señora me empujó y la carilina cayó al piso. La procesión estaba por cruzar la reja para entrar a la iglesia. La gente empezó a abalanzarse sobre la estatua. Empujaban de todos lados y las viejas me agarraban, diciendo que se caían. Nunca pudimos entrar. Esa misma noche fui sola a una capilla cerca de casa. Me senté en el segundo banco. Sólo había silencio y olor a vela apagada. No tenían estatua de San Expedito, pero le recé igual.

          Me quedaron los dedos azules de tocar el folleto. El pesebre nunca apareció. A mamá le parecía muy raro, porque la abuela tenía animalitos, reyes, pastores y tantas cosas, que la bolsa era grande y debería verse. Me recliné sobre el sillón y bostecé. La abuela me vio y empezó a decir que tenía la iettatura y que me habían hecho el malocchio. Enseguida hizo la cruz sobre mi cuerpo mientras rezaba un Padrenuestro. Cuando terminó me dijo que ya tenía mi regalo de Navidad, pero que no podía saber qué era. Cerré los ojos y me vi. Abría el paquete. Adentro había una bombacha rosa, como todos los años. La abuela me mandaba al baño para que me la pusiera. Tenía que estrenarla esa misma noche de Navidad. Era para la buena suerte y contra el mal de ojo.